viernes, 26 de abril de 2013

Cuentos


“El Peladito” de la tradición folklórica, “El camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse”, de Augusto Monterroso y “Tres portugueses bajo un paraguas”, de Rodolfo Walsh.
Esta selección de  tres cuentos que propongo para la lectura con los chicos y chicas de 6to, 7mo. grado de la Primaria y primeros años del Secundario se basa en varias razones:
  • Son cuentos o relatos atractivos, que “enganchan” de principio a fin, especialmente interesantes, de aquellos que nos sumergen de cabeza en el “pacto ficcional” de autores y lectores.
  • Poseen una gran riqueza literaria, tanto por la manera en que están contados, como por pertenecer a distintos géneros o subgéneros (cuento folklórico, fábula, cuento policial).
  • En relación al punto anterior, forman parte del conjunto de obras literarias que todxs tenemos que leer, es decir bienes culturales a las que todxs tenemos derecho a tener acceso. La tradición folklórica, Augusto Monterroso y Rodolfo Walsh debieran ser conocidos y leídos por todxs.
  • Son textos inspiradores para proponer lecturas con niños, niñas y adolescentes y, lo que sucedió en principio y fundamentalmente, es que me gustan mucho como lectora.
Espero que estos textos los disfruten, los acompañen, los compartan, disparen opiniones, fantasías, ideas.
El Peladito (Anónimo)
Había un matrimonio que tenía un hijo muy astuto; este muchacho tenía por apodo “el Peladito”. De edad de diez años lo pusieron en la escuela, y tanto lo cansó al maestro con su astucia, hasta que cierto día el maestro le dio dos reales y unas alforjas, para que fuera a comprarle un real de ay un real de no ay, por ver qué compraba el Peladito.
Fue el Peladito y compró dos reales de pan y se sentó a comérselo. A su vuelta encontró unas pencas espinudas, cortó un pedazo de ellas y las echó a un lado de las alforjas, y fue a entregar el encargo al maestro.
El maestro entró la mano a la alforja, al lado de donde estaba la penca, y se pinchó la mano, y dijo:
-¡Aaay!
El Peladito le dijo entonces:
-De ese lado está el ay, y del otro lado no ay.
El maestro lo arrojó enseguida de la escuela, y el Peladito volvió al lado de sus padres.
El rey que vivía en ese pueblo tenía una hija, y ésta le dijo a su padre un día que sólo se casaría con un joven que le llevase “el desengaño”, “el sabor de todos los sabores” y “las dos varas de ella misma”. Un joven que ambicionaba casarse con la hija del rey se anotició de su deseo y se dispuso a buscar estas tres cosas hasta encontrarlas.
Vagó como un año sin encontrar nada, hasta que lo anoticiaron de que el Peladito podía resolver lo que buscaba.
El joven se puso en camino en busca del Peladito, hasta que dió con él. Lo encontró sentado junto al fuego, con una espina larga en la mano, pinchando los granos de mote que subían a la superficie del agua en la olla donde se cocía el maíz. El joven lo saludó, preguntándole:
-¿Cómo te va, Peladito?
-De cabeza, señor.
-¿Dónde está tu padre?- preguntó el joven.
-Mi padre está yendo y viniendo (estaba arando el campo).
Enseguida le preguntó el joven si podía decirle qué era el “desengaño”.
-El espejo, señor; yo tengo un pedazo de uno que se quebró.
Le preguntó el joven qué era “el sabor de los sabores”.
-La sal, señor,y también la tengo.
Por fin le preguntó si tenía “las dos varas de ella misma”. El Peladito contestó:
-Todos las tenemos, señor.
El joven le preguntó cuáles eran, y el Peladito abrió los brazos y le enseñó que ésas eran las varas de ella misma.
El joven pagó al Peladito el valor de las tres cosas y se fue a la casa del rey, a demostrarle a la princesa que él llevaba lo que ella pedía a cambio de su mano.
La hija del rey lo aceptó gustosa, y se celebró la boda enseguida,y hasta ahora están viviendo felices.
Anónimo
Juan Soldao, Cuentos folklóricos de la Argentina,
recopilación de Susana Chertrudi.
El camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse 
(Augusto Monterroso)
    En un país muy remoto, en plena Selva, se presentó hace muchos años un tiempo malo en el que el Camaleón, a quien le había dado por la política, entró en un estado de total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas llevando día y noche en los bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigüedad e hipocresía, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían, y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado, aunque se condujera como Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volvía anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.
  Esto sólo en cuanto a los colores primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no había ya quien no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que el mañoso se tornaba simplemente grisáceo, o verdiazul, o de cualquier color más o menos indefinido, para dar el cual eran necesarias tres, cuatro o cinco superposiciones de cristales.
  Pero lo bueno fue que el Camaleón, considerando que todos eran de su condición, adoptó también el sistema.
  Entonces era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a medida que cambiaban de colores, según el clima político o las opiniones políticas prevalecientes ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.
  Como es fácil comprender, esto se convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos de que todos estuvieran dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y restablecieron el orden.
  Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de determinado color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de alguien, podía recurrir inclusive a sus propios enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedía entre las naciones más civilizadas.
  Sólo el León que por entonces era el Presidente de la Selva se reía de unos y de otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por divertirse.
  De esa época viene el dicho de que todo Camaleón es según el color del cristal con que se mira.
augusto-monterroso
Augusto Monterroso
“La oveja negra y demás fábulas”
Tres portugueses bajo un paraguas (Rodolfo Walsh)
Lluvia
1
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.
2
- ¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.
- Yo no – dijo el primer portugués.
- Yo tampoco – dijo el segundo portugués.
- Yo menos – dijo el tercer portugués.
3
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.
4
- ¿Qué hacían en esa esquina? – preguntó el comisario Jiménez.
- Esperábamos un taxi – dijo el primer portugués.
- Llovía muchísimo – dijo el segundo portugués.
- ¡Cómo llovía! – dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.
5
- ¿Quién vio lo que pasó? – preguntó Daniel Hernández.
- Yo miraba hacia el norte – dijo el primer portugués.
- Yo miraba hacia el este – dijo el segundo portugués.
- Yo miraba hacia el sur – dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando hacia el oeste.
6
- ¿Quién tenía el paraguas? – preguntó el comisario Jiménez.
- Yo tampoco – dijo el primer portugués.
- Yo soy bajo y gordo – dijo el segundo portugués.
- El paraguas era chico – dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.
7
- ¿Quién oyó el tiro? – preguntó Daniel Hernández.
- Yo soy corto de vista – dijo el primer portugués.
- La noche era oscura – dijo el segundo portugués.
- Tronaba y tronaba – dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.
8
- ¿Cuándo vieron al muerto? – preguntó el comisario Jiménez.
- Cuando acabó de llover – dijo el primer portugués.
- Cuando acabó de tronar – dijo el segundo portugués.
- Cuando acabó de morir – dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.
9
- ¿Qué hicieron entonces? – preguntó Daniel Hernández.
- Yo me saqué el sombrero – dijo el primer portugués.
- Yo me descubrí – dijo el segundo portugués.
- Mis homenajes al muerto – dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.
10
- Entonces, ¿qué hicieron? – preguntó el comisario Jiménez.
- Uno maldijo la suerte – dijo el primer portugués.
- Uno cerró el paraguas – dijo el segundo portugués.
- Uno nos trajo corriendo – dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.
11
- Usted lo mató – dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? – preguntó el primer portugués.
- No, señor – dijo Daniel Hernández.
- ¿Yo, señor? – preguntó el segundo portugués.
- Sí, señor – dijo Daniel Hernández.
12
- Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada – dijo Daniel Hernández. – Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
“El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.
“El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio; es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo por el pavimento húmedo.
“El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esta noche hubo tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.”
El primer portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron. El tercero se llevó el paraguas. El cuarto portugués estaba muerto. Muerto.

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